Esta novela juvenil de Lucía Chevalier fue publicada en septiembre de este año (2019) por Editorial Estrada en su colección Azulejos (serie roja), coordinada por Karina Echevarría; la ilustración de tapa (muy bella por cierto) es de Emiliano Villalba, y la autoría de las secciones especiales (tapate los ojos, Iris: incluye actividades finales) es de Pilar Muñoz Lascano.
Este es el segundo libro de la autora, y con él ganó el premio “Más que Lectura” este año.
El libro participa de un género de reciente y sostenido auge: el de los adolescentes enfermos-moribundos. “Bajo la misma estrella” es, probablemente, el título más top de ese género, pero claramente no es el único, y probablemente tampoco el mejor.
(Ahora de pronto me entra la duda de si La montaña mágica, de Thomas Mann, con sus 1200 paginitas, no entraría también en ese género; pero no me hagan caso, que me estoy yendo por las ramas, ya me conozco.)
Es un género que se conecta muy fácilmente con les lectores adolescentes, porque claro, les adolescentes se conectan también muy bien con el concepto de la muerte y la idea de morir (más que los adultos promedio, diría). La muerte es parte insoslayable de nuestras vidas, y en la adolescencia, si es que no lo descubrimos antes, lo sabemos.
Aquí se cuenta, en una prosa sencilla y lograda, con diálogos abundantes y que mantiene el interés del lector, la historia de Julieta, una adolescente que acompaña a su mamá al hospital, para visitar allí a su abuela, que está internada y en coma (y con pronósticos más terminales que alentadores). La familia se completa con un hermano mayor que quería ser actor y no lo dejaron, más un padre semiautoritario-semicarente.
Ahora bien, mientras Julieta anda por los pasillos del hospital, se topa con un chico que está armando un cubo mágico (un cubo de Rubik, ya saben: el cuadriculado colorinche). No le sale, para nada. Pero Julieta lo vuelve a ver la siguiente vez que va al hospital, y a la tercera vez, se saludan, se hablan y se conocen por fin. Tras dar muchas vueltas, él le explica que está siempre en el hospital porque su madre es la dueña del buffet.
(Mini espoiler: después, ya avanzada la novela, resulta que Ezequiel le mintió, a Julieta: él está siempre en el hospital porque está muy enfermo. Fin del espoiler.)
Y la novela va avanzando, simultáneamente, en la relación y los cruces entre esas seis caras de distintos colores: Julieta, sus padres, su hermano, su abuela, sus amigas (Luciana especialmente), Ezequiel. En especial Ezequiel, de quien, inevitablemente, se va enamorando (y quizás él de ella también, pero no es tan claro). Un cubo mágico que parece imposible de armar, pero que sin embargo siempre parece estar a punto de resolverse... ya lo tenemos... pero no.
(Otra digresión innecesaria: yo jamás pude armar más que dos caras, pero la semana pasada conocí a un adolescente que sabe armar, completo, el cubo de Rubik. No solo lo sabe armar: lo hace en un minuto. Lo vi con mis propios ojos. Yo fui a su casa para ayudarlo a aprobar un examen sobre la lectura de El rastro de la canela, de Lili Bodoc. Él lo había leído tres veces al libro, pero le faltaba un poco de confianza nomás y de paciencia para contestar. Al examen lo aprobó, por suerte. Fin de la digresión.)
Me gusta mucho la imagen del rompecabezas casi-imposible como símbolo (y, a la vez, estructuración) de la narración, de esta historia engañosamente simple, que se lee muy rápido y se disfruta, mientras uno acompaña a la protagonista en sus idas y vueltas y cruces que rondan, sugeridos pero omnipresentes, los profundos precipicios de la vida, el amor y la muerte.
Recomendada.
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